domingo, 20 de mayo de 2012

Los tesoros del viento

Y entonces se le cayó una moneda y luego otra. De a poco, con el saco roto y casi sin darse cuenta, las fue perdiendo una a una. Todas, hasta quedar vacío. Ni una moneda, ni poco oro ni un billete. Todo lo que tenía se había ido. -Se fue como vino -pensó-. Lo dijo, tal vez. Y entonces, cuando ya nada tenía, lo vio: de a poco y en retrospectiva. Las monedas, lo material, la representación mental que se hacía de si mismo, los cobres, el oro, las chapas, lo complejo, lo efímero, no eran más que un brazo, perverso de lo poco ideal que era su vida. La amplitud espacial, completa por su ser, estaba limitada por su caparazón, ese mismo del cual se había desprendido. Ya nada servían y, de nada le hubiera sido útil... Lo material, lo que los sentidos nos presentan como belleza, ínfimas creaciones (acaso magnánimes) de la escasa imaginación del hombre.
Nada sirve cuando el cuerpo deja de ser útil. Nada es para siempre y mucho menos los logros y, menos aún, los trofeos. La esencia aparece cuando se desprende lo irreal, para hacernos cargos de la simple realidad. De lo poco que somos y lo mucho que crecemos. Y es cuando nos sentimos livianos, cual hojas con el viento. Ese que empieza lejos y termina más lejos aún. Que se transporta y luego nos transporta, nos desparrama y nos convierte en parte del paisaje, para que otros, los que vienen, lo deleiten, creyendo (¡y creando!) lo mismo.

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